Dos cosas van relacionadas con la historia de los templarios, una son las cruzadas, y la otra, la introducción de la arquitectura gótica en los países cristianos. Todo el mundo ha oído hablar de Las Cruzadas, pero no todos saben que los templarios fueron, junto a los hospitalarios, muy importantes en el desarrollo de las mismas. Todo el mundo ha oído hablar de los templarios, pero pocos saben que fueron, los verdaderos financieros de las construcciones catedralicias. Mediante la financiación de las cofradías de albañiles (masones) o la creación de otras, en las que los secretos aprendidos en Tierra Santa eran divulgados a los artesanos, vinculados así de forma indisoluble a la orden. Y de hecho, con el proceso que aniquiló a los templarios, un gran numero de albañiles se negaron a construir para el rey de Francia y emigraron a otros países de Europa, especialmente a Alemania. Su historia se desarrolla entre los siglos XII y principios del XIV.
Desde su fundación en Jerusalén en 1118 hasta la detención de su último maestre, un viernes y trece de 1307, financiaron numerosas iglesias, catedrales y castillos en toda Europa y a lo largo de todo el camino de peregrinaje, levantadas, las primeras, en lugares especialmente escogidos por sus propiedades telúricas que les llevaba desde la Europa cristiana hasta su destino en Tierra Santa. Los especialistas que levantaban estas iglesias por orden de los templarios se hicieron llamar compañeros constructores. Se reunían en logias, igual que los masones, con reglamentos internos y rituales de recepción e iniciación de aprendices, en donde se transmitía de forma oral, el conocimiento secreto sobre el arte y ciencia de la construcción, que comprendía aspectos materiales, intelectuales y místicos. En resumen, los templarios no intervinieron nunca directamente en su construcción, sino más bien, fueron los que las financiaron.

Creación de la orden de los templarios

En el siglo XI se pusieron de moda las peregrinaciones a lugares sagrados, especialmente a Roma, Santiago de Compostela y a los Santos Lugares donde transcurrieron la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Cada vez eran más numerosas las personas que emprendían la aventura de marchar a Tierra Santa. Para ello seguían unos itinerarios precisos en los que podían encontrar hospederías, hospitales y lugares de acogida costeados por entidades piadosas, y una mínima infraestructura que mitigaba los azares e incomodidades del largo camino. Este viaje solía durar varios meses. Algunos peregrinos lo emprendían por pura devoción, que quizá disimulaba un deseo de ver mundo; otros lo hacían a modo de penitencia. Las peregrinaciones a Jerusalén, se fueron haciendo usuales en una Europa cuya curiosidad, afán de saber y poder económico había crecido notoriamente en los últimos tiempos. La Tierra Santa estaba bajo el dominio de los califas abbasíes de Bagdad. Estos, aunque profesaban la religión islámica, no tenían inconveniente en respetar y favorecer las peregrinaciones cristianas a sus posesiones. Al fin y al cabo, los visitantes les proporcionaban saneados ingresos, comparables a los que algunos estados actuales obtienen de la explotación de un santuario famoso. Pero, a mediados de siglo, los belicosos e intolerantes turcos selyúcidas se apoderaron de toda la región. Los turcos masacraron a muchos pacíficos peregrinos para quitarles cuanto dinero y objetos de valor llevaban. Rescatar Tierra Santa de los infieles y restablecer la seguridad en las rutas de peregrinación era algo necesario. El 18 de noviembre de 1095 comenzaron las sesiones del concilio que el papa Urbano II había convocado en Clermont, Francia. Los prelados y miembros de la alta nobleza asistentes fueron tan numerosos que no cabían en la catedral y la asamblea hubo de trasladarse al aire libre, a la cercana y empinada ladera de Champ-Herm. El papa, en lengua d´oil, prometió remisión de todos los pecados a aquellos que se alistaran en una peregrinación armada para rescatar de manos turcas los Santos Lugares. La nueva resolución dictada en el concilio fue divulgada por todos los reinos, de boca en boca, de púlpito en púlpito, al grito unánime y entusiasta de devota belicosidad, Deus le volt! (¡Dios lo quiere!). El pueblo acogió el proyecto con fanático entusiasmo, por lo que una muchedumbre de personas de toda condición se dispuso alegremente a participar en la aventura. Los peregrinos cosían sobre el hombro derecho de sus mantos o túnicas el distintivo de una cruz de trapo rojo. Por este motivo se les llamó cruzados y a las expediciones que les condujeron a Oriente, cruzadas. Teniendo en cuenta que se trataba de una expedición guerrera, los contingentes militarmente ineficaces que acudían a la convocatoria constituían un estorbo más que una ayuda, pero, no obstante, nadie fue rechazado. Decenas de miles de campesinos y artesanos malvendieron sus pertenencias para adquirir dinero y armas con las que concurrir a la cruzada. En el año 1096, todo el bloque de los Países Latinos se entregó a una frenética actividad. La improvisación y falta de coordinación de los mandos era tal que se prepararon simultáneamente varias expediciones. Había una cruzada oficial capitaneada por la alta nobleza y supervisada por el papa, y otras varias cruzadas populares más o menos espontáneas, caracterizadas por la indisciplina de sus componentes. De esta, la más importante fue la acaudillada por Pedro el Ermitaño, un carismático predicador que arrastraba tras de sí a una muchedumbre de fanáticos, y el caballero Gualterio Sin Haber. Atravesaron Europa cometiendo matanzas y saqueos a su paso por ciudades cristianas, llegando a Constantinopla a primeros de agosto; pero Pedro el Ermitaño no tenía ninguna preparación para la guerra y el 21 de octubre de 1096 fueron aniquilados por los turcos en el valle de Dracón, camino de Nicea. Solo se salvaron del degüello las mujeres y niños aptos para los harenes. La cruzada militar realizó cuatro itinerarios según los puntos de reunión: Godofredo de Bouillón pasó por Hungría y Bulgaria; Roberto de Flandes por los Alpes e Italia; Raimundo de Saint-Gilles-Toulouse por Italia, Dalmacia, Albania y Salónica, y Bohemundo de Tarento y su sobrino Tancredo llegaron por mar.
El 15 de julio de 1099, tres años después de la partida, los cruzados, dirigidos por Godofredo de Bouillón, alcanzaban su principal objetivo: se adueñaban, después de un cruento asedio, de la ciudad sagrada de Jerusalén. La matanza de sus habitantes musulmanes y judíos fue espantosa. Eligieron inmediatamente a Godofredo como rey de Jerusalén, pero éste rechazó ceñirse la corona de oro en los mismos lugares en que Cristo había llevado la corona de espinas; solo aceptó el humilde titulo de Advocatus Sancti Sepulchri (Protector del Santo Sepulcro). Godofredo murió en julio de 1100 y fue sucedido por su hermano, que sí que aceptaría el título de rey y sería coronado bajo el nombre de Balduino I de Jerusalén. Poco tiempo después, Jerusalén fue parcialmente repoblada y se convirtió en capital de un reino cristiano de estructura feudal similar al francés. Con su conquista quedaba expedito el camino tradicionalmente seguido por los peregrinos y penitentes que acudían a adorar el Santo Sepulcro. Quedaba también abierta la rica ruta de mercaderías, tan codiciadas por los emporios mercantiles europeos. Una ruta a través de la cual se canalizaron hacia Europa los productos de lujo que demandaba una nueva sociedad económicamente pujante: especias, seda, lino, pieles, tapices y orfebrería. Pero el dominio cristiano sobre los Santos Lugares resultó muy precario. Después de la conquista de Jerusalén, la mayoría de los peregrinos armados solo pensaban en emprender el regreso a sus lugares de origen donde sus familias y posesiones los esperaban. Solamente unos trescientos caballeros y algunos miles de infantes decidieron establecerse en Tierra Santa para defender las conquistas cristianas o para medrar en la nueva tierra.
Los cristianos se mantuvieron en Tierra Santa solamente gracias al esfuerzo de las ordenes monásticas creadas expresamente para combatir, principalmente los hospitalarios, los templarios y los teutónicos. Después de la conquista de los Santos Lugares, los peregrinos podían pasar de Europa al Santo Sepulcro sin abandonar tierras cristianas, pero los ataques a los peregrinos persistían porque el último tramo del camino entre Jerusalén y el puerto de Jaffa, atravesaba una tierra desolada y hostil, por parajes solitarios y pedregosos infestado de bandoleros. El nuevo rey de Jerusalén, Balduino II, acuciado por los mil problemas de su reino, no estaba en condiciones de afrontar las labores de policía que la situación reclamaba. Así estaban las cosas cuando, tres años antes, en 1115, un piadoso caballero francés llamado Hugo de Payns y su compañero Godofredo de Saint-Omer, de origen flamenco, concibieron el proyecto de fundar una orden monástica consagrada a la custodia de los peregrinos y a la guarda de los peligrosos caminos del reino. Tomaron el nombre de los Pobres Soldados de Cristo. El 25 de diciembre de 1118 juraron ante Balduino II los votos monásticos de castidad, pobreza y obediencia; este les concedió como centro de operaciones los cuarteles de las mezquitas de Koubet al-Sakhara y Koubet al-Aksa, situados sobre el solar del antiguo Templo de Salomón. Por esto, poco tiempo después los Pobres Soldados de Cristo cambiarían su nombre adoptando el de Caballeros del Templo de Salomón, más tarde lo dejaron en Caballeros del Temple o simplemente templarios (Templarii milites, fratres templi, pauperes commilitones Christi templique salomonici). Ya por entonces se habían unido a ellos siete caballeros franceses: Andrés de Montbard, Archamband de Saint-Aignan, Payens de Montdidier, Godofredo Bisson, Gonremar, Hugo Rigaud y Rolando.
Lo mismo que los canónigos regulares, pronunciaban sus votos de castidad, de pobreza y obediencia, y añadían el de combatir por el servicio de Jesucristo. No tenían al principio más vestidos que aquellos que los fieles les daban de limosna, y de esta suerte permanecieron nueve años. La orden en sus comienzos era tan pobre que Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer cabalgaban en el mismo caballo. De ahí que el blasón de la orden muestre a ambos caballeros montados en un mismo corcel.
Varios años permaneció la Orden del Temple sin aumentar sus miembros, hasta que en 1125 ingresó en la orden el conde Hugo de Champagne, que figura también entre los fundadores. Para la difusión de la orden era necesario tener una constitución del supremo Jerarca de la Iglesia. El 14 de enero de 1128, día de san Hilario, se celebró el Concilio de Troyes, al cual le incumbía, por encargo del papa, el oficio de dar una regla a la orden de los templarios. Para ello se requirió la presencia de san Bernardo en el concilio. Dos caballeros, Andrés de Montbard, pariente del abad de Claraval, y Gonremar llevaron al santo una carta de invitación del mismo rey. A pesar de sus años y sus achaques cedió a la invitación san Bernardo, que fue quien redactó la nueva regla de los templarios, la cual vino a sustituir las tradiciones orales y piadosos ejemplos de sus fundadores. Según la regla de los templarios el caballero ha de rezar las horas canónigas o, en caso de impedimento, un cierto numero de Padrenuestros. Su alimentación es sencilla; la mesa común y acompañada de lectura espiritual. El vestido de un solo color; los caballeros llevan un manto blanco como señal de castidad y limpieza de corazón; los de servicio un vestido negro. No pueden llevar cabellera. Todo caballero, por causa de la pobreza de la orden, solo a lo sumo puede tener tres caballos y un sirviente; para tener más necesitaría permiso del maestre; en todo caso está prohibido pagar a los del servicio. Al maestre se le ha de obedecer puntualmente y con prontitud. No pueden los caballeros procurarse lo necesario, sino que deben pedirlo al maestre o al procurador. En general, los regalos que se reciben son para uso común, y solo con permiso del maestre pueden admitirse donativos particulares. Hay que evitar el trato con mujeres.
San Bernardo no solo dio a los templarios la regla que necesitaban, sino que, además, recomendó la orden en su escrito De laude novae militiae. El gran maestre Hugo de Payns, después del Concilio de Troyes, recorrió Francia, Inglaterra y España, y en todas partes halló protección, y hasta personas que lo dejaron todo para seguirle. De esta suerte, cuando en 1129 volvió a Oriente llevaba consigo 300 caballeros de las más nobles familias de Occidente y numerosos escuderos de a pie y de a caballo. Desde entonces las empresas de la orden no se circunscribieron ya a la mera protección de los peregrinos, sino que comenzó a tomar parte en las expediciones contra los sarracenos. En adelante la misión de la orden fue: la conservación de los Santos Lugares y la lucha contra los infieles que amenazaban su posición. Como quiera que la Santa Sede favorecía este movimiento, naturalmente prestó su apoyo a una orden destinada a secundarle. Inocencio II recomendó a la orden en el Concilio de Pisa en 1135. Eugenio III otorgó privilegios y gracias a los que favorecían con limosnas a los templarios. Él, además, añadió, el manto blanco con una cruz roja como símbolo de la disposición de animo en que habían de estar de derramar su sangre, si era preciso, por la causa de la fe. Adrián IV confirmó a los templarios en sus privilegios y les concedió, a ellos y a los sanjuanistas, la inmunidad de impuestos y contribuciones. Inocencio II, con la bula Omne datum optimum, del 29 de marzo de 1139, concedió a los templarios que todos sus bienes gozasen perpetuamente de la protección de la Silla Apostólica, y quiso que entre sus miembros pudieran tener eclesiásticos. Urbano III hizo depender inmediatamente de la Santa Sede, las iglesias que la orden edificara en tierras arrebatadas a los infieles.
Gracias al favor y apoyo de la Sede Apostólica, la orden fue creciendo no solo en el numero de miembros, sino también en posesiones, principalmente en Francia e Inglaterra. Fue preciso que la orden se dividiera en provincias. En Oriente llegaron a ser cinco: Jerusalén, Trípoli, Antioquia, Chipre y Rumanía. En Occidente eran doce: Sicilia-Apulia, Lombardía, Portugal-Castilla, Aragón-Cataluña, Alemania Superior, Alemania Inferior, Bohemia-Austria, Gran Bretaña, Francia, Normandía, Aquitania y Provenza. Las posesiones mayores de los templarios se llamaron prioratos o preceptoratos; las menores, bailías y encomiendas. En cuanto al numero de miembros y a la evaluación de sus riquezas, se supone que hacia la mitad del siglo XIII formaban la orden unas veinte mil personas y sus rentas anuales ascendían a unos cuarenta millones de francos.
El núcleo de la orden lo constituían los caballeros, los cuales debían proceder de noble linaje. De ellos habían tomado origen la orden y a ellos naturalmente les estaban reservados los más altos cargos de la misma. Su vestido era un manto blanco con una cruz roja ochavada, con lo cual se distinguían al exterior de los caballeros de San Juan de Jerusalén, los cuales vestían manto negro con cruz blanca. La segunda clase era la de los hermanos sirvientes (fratres servientes), los cuales se dividían en dos secciones: la de los escuderos (armigueri) y la de los sirvientes en oficios domésticos (famuli). Los escuderos formaban cuerpo de ejercito en las batallas, les era permitido desempeñar los cargos inferiores de la milicia, administraban las encomiendas, y en tal caso tenían voz y voto en las reuniones generales. Los otros hermanos sirvientes, los cuales se encargaban también de trabajos industriales y de economía doméstica, vestían un habito oscuro o negro con la cruz roja. Se ha dicho antes que con el tiempo se añadió una nueva clase, a saber, la de los capellanes militares. A diferencia de los caballeros, estos se cortaban la barba, vestían traje cerrado por arriba, y sobre él un manto oscuro; solamente en caso de ser obispos podían llevar el manto blanco de los caballeros. Ya la más antigua regla, o la de Troyes, mencionaba a los caballeros seglares, los cuales se adherían a la orden por un tiempo determinado. Tenían éstos que comprar a la orden el caballo y las armas, si bien recibían el sustento de la misma, y al volver a sus hogares recobraban la mitad del precio depositado por el caballo. También tuvieron los templarios su orden tercera, a la cual pertenecían individuos de diversas clase sociales, los cuales participaban de los beneficios de la orden, a la cual dejaban como legado o prometían sus bienes, comprometiéndose en todo caso a llevar una vida honesta y a promover la orden. La admisión en la orden se hacía en capitulo y siguiendo cierto ceremonial, que en lo esencial siempre era el mismo, pero se acomodaba a las distintas clases, y consistía principalmente en una serie de exposiciones y preguntas a las cuales había de responder satisfactoriamente el recipiendario.
La distribución ordinaria que observaban los templarios estaba repartida en ocupaciones propias de una orden monacal y de caballería. Tenían que levantarse por la noche para asistir a maitines, y durante el día, al toque de campana, acudir a la iglesia para asistir al rezo de las horas canónicas y para oír la santa misa. Después del rezo de sexta se ocupaba el templario en trabajos de su profesión, y después de maitines y completas tenía que atender al cuidado de su caballo y de su armadura. La comida la hacían en común sentados en mesas de dos comensales, comenzaba y acababa con ciertas preces, e iba acompañada de lectura. El que estaba al frente de toda la orden tomaba el nombre de gran maestre (summus magister, minister generalis), descendía de linaje de príncipes y tenía su séquito correspondiente. Le incumbía la inspección del tesoro, el proveer los oficios inferiores, nombrar los caballeros que habían de ser admitidos a consejo y excluir los altos dignatarios. Por lo demás, su potestad estaba limitada muchas veces por la del Capitulo General o por el convento de Jerusalén. Sin el asentimiento de estos no podía proveer ningún alto cargo, ni enajenar fincas, ni hacer declaraciones de paz o de guerra. En la regla estaban determinados los pormenores relativos a la elección del general, como habían de ser elegidos los doce electores, procedentes de distintas naciones y países, los cuales presididos por un capellán, habían de elegir al gran maestre. En segundo lugar después de éste lo ocupaba en la orden el senescal. Este era el representante del maestre, asistía a todas las consultas, aun las más secretas de aquel, y en su ausencia poseía en todas partes las más amplias facultades. Le seguía en el escalafón el mariscal, el cual estaba al frente de la milicia. El comtur o gran preceptor del reino de Jerusalén era el tesorero de la orden y el administrador de sus bienes. Por sus manos pasaba todo lo que llegaba a la orden, y a petición del maestre o de los principales caballeros debía rendir cuentas. Además, regía aquella provincia de la orden de la cual llevaba el titulo. El comtur de la ciudad de Jerusalén tenía que proveer de escolta a los peregrinos que se dirigían al Jordán, y era el custodio de la Santa Cruz durante la guerra. El drapier atendía al cuidado del vestuario y a proveer que a sus hermanos nada les faltase en este menester. El turcopolier era el comandante de la caballería ligera. Algunos de los altos cargos de la orden se limitaban solamente a Tierra Santa; otros por el contrario, existían también en provincias, eran de menor importancia y tenían menos facultades. El que regía la provincia se llamaba maestre provincial, o maestre regional y también gran preceptor. Dentro de su territorio, ejercía la autoridad del maestre. Los comtures, llamados también preceptores y bailives, administraban las encomiendas. Dentro de la clase de sirvientes sobresalían los subalternos siguientes: el sotomariscal, o ayudante del mariscal en lo concerniente a la provisión, conservación y distribución de armas; el gonfalonero, al cual estaba encomendado el mando de los escuderos. Además, los sirvientes podían ser comtures de las pequeñas casas de la orden.
El supremo poder residía en el Capitulo General. Era convocado por el gran maestre, y se componía del convento de Jerusalén y de los maestres y hermanos más distinguidos de cada provincia; a él incumbía la ultima decisión en todos los asuntos más graves concerniente a toda la orden, ejercía el poder legislativo y nombraba los altos dignatarios de la orden. Solo raras veces en la vida se reunía el Capitulo General. De hecho tenía más importancia el convento el cual se componía del gran maestre, que actuaba de presidente, de sus dos asistentes, de los altos dignatarios, de los maestres provinciales que casualmente se encontraban en Jerusalén, y de los caballeros que el gran maestre creía conveniente convocar. las provincias tenían también un capitulo y su convento, y cada encomienda su capitulo particular. Estos Capítulos se celebraban con mucha solemnidad y sigilo, y tenían su parte de confesión de culpas, imposición de penas y disciplina tomada en capitulo. Los castigos que imponía la orden eran muy diversos según la clase de falta. Las infracciones menores eran castigadas con disciplina, ayuno, comer en el suelo, etc.; las faltas graves llevaban consigo la perdida del manto y la expulsión de la orden. En la regla se explican estos crímenes con la expulsión. El expulsado, después de cuarenta días debía pasar a otra orden más severa; de lo contrario era aprehendido. La serie de transgresiones por las cuales se imponía la perdida de manto era bastante larga, y mientras duraba el castigo debía el penitente comer en el suelo, trabajar con los esclavos, ayunar tres veces por semana, y los domingos, antes de asistir a misa, tomar una disciplina ante la puerta de la iglesia. Estos castigos recibían ciertas modificaciones cuando el culpable era un capellán de la orden.

Auge y decadencia de los templarios

Retomemos la historia de los templarios en el año 1136 cuando Hugo de Payns falleció. Fue sustituido por Robert de Craon, senescal de la orden y oriundo de la región de Maine. Los templarios tuvieron la suerte de su parte al elegirlo por su espíritu cauteloso y abierto. Hugo de Payns, tenía sobre todo las cualidades de un guerrero, mientras que Robert de Craon tenía las de un diplomático y las de un administrador de primer orden. Comprendió al instante que los templarios no podían prosperar si no recibían el apoyo declarado del soberano pontífice. Parece que eligió como embajador a Andrés de Montbar, templario famoso por su devoción a la orden y tío de san Bernardo. Andrés de Montbar se encontró primero con el abad de Claraval, que le remitió una carta para el papa Inocencio II. El resultado de estas diligencias fue, la mencionada anteriormente bula proclamada el 29 de marzo de 1139. El papa otorgaba a los templarios el privilegio de no pagar diezmos a los obispos, les permitía asimismo disponer de sus propios oratorios, así como de cementerios para poder enterrar en ellos a sus muertos, la facultad de construir sus propias iglesias y la de recaudar impuestos sin necesidad de dar cuenta de ellos a nadie, salvo al papa. El derecho de los templarios a construir oratorios y tener sus propios cementerios provocó la cólera de los obispos. Fue preciso que Inocencio II llamara al orden a los obispos por las bulas Milites Templi y Militia Dei (1144-1145), confirmando y precisando el privilegio de los templarios. En el año 1147 el papa Eugenio III se dirigió a París, donde el rey Luis VII se preparaba para partir a la Segunda Cruzada. El papa asistió al capitulo de los templarios, por aquel entonces recién fundado, presidido por Everardo de Barres, maestre en Francia. En un arranque de entusiasmo y reconocimiento, Eugenio III, les otorgó el privilegio de llevar una cruz bermeja en el hombro derecho.
A Balduino II le sucedió Fulques el cual fue coronado rey en 1131. Tuvo que defender su reino del musulmán Zangi Imad ad-Din. Zangi comenzó por atacar Edesa y amenazó seguidamente Trípoli y luego Antioquia, que el rey Fulques consiguió salvar por los pelos. El reino de Jerusalén, se estaba también degradando; Hugo de Puiset, uno de los varones príncipes, se rebeló contra Fulques recluyéndose en Jaffa y solicitó la ayuda de los egipcios, cosa que equivalía a una traición. Sin embargo, sin contar con el condado de Edesa que había sido amputado de su capital y de los territorios de su entorno, el reino de Jerusalén permanecía más o menos intacto cuando el rey Fulques murió prematuramente en 1143 al caer de un caballo. La mujer de éste, Melisenda, continuó con la regencia, pero Zangi no tuvo ninguna dificultad en apoderarse de lo que quedaba del condado de Edesa. La noticia llegó a Europa enseguida y causó una tremenda conmoción; sonó con fuerza la voz de alarma y tomó cartas en el asunto quien seguía siendo el intelectual más influyente de la Iglesia, ya rodeado de un halo de santidad: Bernardo de Claraval. El abad del Cister tenía unos cincuenta y seis años, pero conservaba toda la fuerza y el prestigio del vital fundador de monasterios y del brillante teólogo. El 31 de marzo de 1146, en la Santa Iglesia de la Magdalena de Vézelay, Bernardo de Claraval, en presencia de Luis VII y de su esposa Leonor de Aquitania, convocó la Segunda Cruzada ante la multitud allí reunida. En 1147, el emperador de Alemania Conrado III y el rey de Francia Luis VII tomaron la cruz y reunieron dos potentes ejércitos. Por su parte, el Temple de Francia enviaba ciento treinta caballeros a las ordenes de Everardo de Barres, llevando la cruz bermeja que Eugenio III acababa de otorgarles. Los dos ejércitos siguieron el itinerario clásico (el Danubio, Servia e Imperio bizantino), si bien por separado. Pero las nueve décimas partes del ejercito de Conrado III fueron masacradas en Dorylé. El ejercito de Luis VII habría corrido la misma suerte en el lugar llamado la montaña Execrable si el maestre de los templarios franceses Everardo de Barres no se hubiera hecho cargo de la situación con un coraje y una rapidez de decisión que causaron la admiración de Luis VII. La Segunda Cruzada no condujo a nada. Se manifestaron serias diferencias de puntos de vista, cosa que agravó las grandes perdidas que se habían experimentado. El rey Luis VII quería conquistar Edesa. El joven Balduino II optaba por Ascalón, que protegía su reino de la zona egipcia y el príncipe de Antioquía, exigía la conquista de Alepo. Por fin se transigió y se decidió asediar Damasco, cosa que constituyó un grave error ya que los damasquinos eran más bien favorables a los francos. Fue un fracaso total y, como consecuencia, la cruzada se disolvió. En 1149 Luis VII volvía a Francia acompañado de Everardo de Barres, que acababa de ser elegido maestre de la orden por los templarios. El fracaso de la Segunda Cruzada fue un golpe demasiado duro, sobre todo para Bernardo de Claraval, que se había comprometido personalmente y que había sido el principal propagandista de la misma. Pero enseguida se sobrepuso al revés y, en 1150, durante una visita a la ciudad de Chartres, manifestó su deseo de predicar una nueva cruzada, ponerse personalmente al frente y dirigirla él mismo. No pudo ser; Bernardo, al que muy pronto la Iglesia proclamaría santo, murió antes de poderla convocar.
El desastre de la Segunda Cruzada no desalentó a los templarios. A mediados del siglo XII estaban bien asentados en Tierra Santa, donde disponían de varios castillos, encomiendas y posesiones diversas en Jerusalén y otras ciudades, en tanto en Europa el numero de sus casas y conventos y cada vez más abundantes dominios los estaban convirtiendo en la institución más rica de la cristiandad. Hacia 1250 el numero de caballeros templarios en Jerusalén debía de superar los trescientos, además de unos mil sargentos, a los que habría que añadir los turcopoles, jinetes mercenarios contratados en Tierra Santa, y demás sirvientes y auxiliares. En el año 1151 se había perdido definitivamente el condado de Edesa, y el principado de Antioquia quedaba reducido a una franja de tierra entre el río Orontes y el mar. El joven Balduino III, que seguía siendo menor de edad, alejó definitivamente a Melisenda del poder y se hizo coronar rey en el año 1152. Mientras en Gaza habían confiado su defensa a la orden de los templarios. Apenas instalados fueron atacados por los egipcios, pero los rechazaron vigorosamente. En 1253 Balduino III decidió apoderarse de Ascalón para poner fin a las incursiones egipcias. Durante el asedio murió Bernardo de Trémelay, cuarto maestre del Temple. Según las crónicas se sacrificó o provocó él mismo la muerte y la de otros cuarenta templarios por codicia. Se lanzaron al interior de la ciudad por un boquete del muro, mientras algunos de sus compañeros impedían a otros soldados cristianos penetrar en el interior. El resultado de aquella locura fue el esperado: los cuarenta templarios fueron atrapados por la guarnición musulmana y liquidados allí mismo. Sus cuerpos colgaron de los muros, los defensores pudieron cerrar la brecha y la conquista de la ciudad se retrasó por algún tiempo. Una vez tomada Ascalón, Balduino III continuó luchando cuerpo a cuerpo para defender su territorio, lucha que se saldó con el agotamiento de las fuerzas de que disponía. Desposó a la princesa Teodora, sobrina del emperador de bizantino, para defender la zona norte de su reino. Este matrimonio calmó momentáneamente los apetitos de Nur-ad-Din, y parecía que la situación se estabilizaba cuando Balduino III murió casi con toda seguridad envenenado, por su médico en Antioquia en el año 1162.
Le sucedió su hermano Amaury I. El objetivo más importante de su reinado fue la conquista de Egipto, que provocó en Siria la inmediata respuesta de Nur-ad-Din y la perdida de Hârim y de Bânyias al atacar precipitadamente la ciudad del Cairo. Con todo, Amaury I se lanzó a la conquista de Egipto sin esperar la llegada de los refuerzos bizantinos y desoyendo los consejos de los templarios. Se apoderó de Bilbeis con facilidad, pero zozobró ante El Cairo. Esta derrota permitió que el temible Saladino, que combatía a las ordenes de Nur-ad-Din, poco después, se apoderara de Egipto. La hostilidad de los templarios a la empresa egipcia no estaba, por tanto, desprovista de sentido. El rey Amaury encontró un terreno más favorable en los hospitalarios. Esto solo constituye una primera manifestación de la rivalidad existente entre ambas ordenes religiosas, que se irán acentuando con el tiempo. Los hospitalarios habían comenzado por cuidar de los peregrinos que acudían a Jerusalén en un hospital fundado poco antes por los amalfitanos. Por eso su cruz distintiva era la misma que figuraba en el escudo de armas de la ciudad de Amalfi. Los hospitalarios también armaron caballeros y sargentos y formaron pronto un pequeño ejercito, sin dejar por ello de procurar sus cuidados a los peregrinos enfermos. Sus posesiones, fortalezas y riquezas igualaron rápidamente a las de los templarios, cuando no las superaron. de ahí la existencia de algunas fricciones que los infortunios recíprocos de los últimos tiempos del reinado de Jerusalén agravaron, y que en reiteradas ocasiones llegaron a convertirse incluso en lucha abierta. Por supuesto, el fracaso egipcio recayó sobre los templarios. El asesinato de embajadores ismaelitas llevado a cabo por estos últimos agravó la desconfianza de Amaury I hacia ellos; soñaba con pedir la disolución de la orden cuando le sobrevino la muerte en 1174, a los treinta y nueve años de edad. Balduino IV, un adolescente de catorce años se convirtió en el heredero.
Balduino IV es quizás el personaje más admirable de esta epopeya de Oriente tan fértil en héroes y en hombres ilustres. Es el famoso rey leproso. Devorado por este mal sin remedio, tuvo el extraordinario coraje de ejercer el poder hasta la extinción de sus fuerzas sin renunciar a la corona. Además de soportar los intolerables sufrimientos físicos y la lenta descomposición de su cuerpo, también tuvo que hacer frente al temible Saladino, aumentando así su martirio. Cubierto de úlceras disimuladas por velos, libraba las batallas acostado sobre una litera. Una de las más destacables fue la que se enfrentó a Saladino en la batalla de Montguisard el cual pudo escapar de milagro. Antes de morir, el 16 de marzo de 1185, consiguió salvar del desastre el Moab.
Le sucedió Balduino V, de efímero reinado, que tras su muerte un año más tarde dejó el reino en una situación muy inestable. Así, mientras en Jerusalén era coronado como nuevo monarca Guido de Lusignan, con el apoyo de los templarios, en Antioquia, Reinaldo de Chatillon, caballero de fortuna que había llegado a ser príncipe, se había convertido en un verdadero pirata. Los templarios que seguían aliados con Chatillon, presionaron al rey para que actuase contra Saladino. A comienzos de 1187 estaba al frente de los templarios el maestre Gerardo de Ridefort, hombre irreflexivo, impetuoso y pendenciero, considerado unánimemente como el peor de todos los maestre de la orden. Hombre sin escrúpulos, había alcanzado el cargo en 1185, elegido en un capitulo al parecer muy tenso, y se había empeñado en que su mandato no pasara desapercibido. Este maestre amaba la guerra y estaba dispuesto a enfrentarse a Saladino cuanto antes. Tenía además como aliado a Reinaldo de Chatillon, un hombre que había demostrado con creces tener todavía menos escrúpulos que el templario. El rey Guido de Lusignan no disponía de mucha capacidad de maniobra. Si quería mantener su trono no tenía más remedio que aliarse con los templarios y con el sector de la nobleza que apoyaba a Reinaldo, aunque esa decisión significara la guerra con Saladino. Los templarios, alentados por su maestre, atacaron a los musulmanes el 1 de mayo de 1187 en el paraje conocido como la Fuente de Cresson, cerca de Nazaret. Eran a penas doscientos, pero se lanzaron contra unos siete mil musulmanes. La carga de los caballeros templarios, realizada sin la menor estrategia y de manera alocada, fue un suicidio. En la refriega murieron casi todos, y solo pudo escapar el maestre Ridefort y dos de sus escoltas. Saladino decidió acabar con aquella situación y avanzó sobro la ciudad de Tiberiades, cuyo señor, Raimundo, intentaba poner un poco de sensatez entre las filas cristianas. Pero las fuerzas de los cruzados eran entonces un verdadero caos, y a su frente estaban dos insensatos ávidos de sangre y guerra como el maestre Ridefort y Reinaldo de Chatillon, y un rey con menguada autoridad y muy cuestionado. El 26 de junio de 1187 Saladino se puso en marcha con sus sesenta mil hombres, treinta mil de ellos jinetes, hacia Tiberiades. El 1 de julio cruzó el Jordán y esperó allí a que llegara el ejercito cristiano. Los musulmanes se habían asentado en la meseta de Kafgs Sabt, entre Tiberiades y Saffouryah. Los cristianos que se habían reunido en Samaria, a unos veinte kilómetros, eran dieciocho mil, seis mil caballeros y doce mil infantes. Guido dio la orden de atacar. Bajo un sol abrasador, el ejercito avanzó por un terreno árido. Con Raimundo encabezando la vanguardia, el rey en el centro y los templarios y hospitalarios en la retaguardia. Saladino había preparado una celada, pues para llegar hasta el agua tenían que caminar durante unas cuatro horas a través de un terreno asolado. Esta zona estaba dominada por dos cerros entre los cuales se abría una vaguada perfecta para una encerrona; la llamaban los Cuernos de Hattin. El 3 de julio los cristianos avanzaron hacia el lago, pero se encontraron con la barrera del ejercito de Saladino. El rey Guido mandó atacar, pero los templarios alegaron que era imposible y los infantes huyeron hacia las colinas pese a las consignas de su rey. Ante las dificultades, los templarios realizaron varias cargas de caballería, pero no lograron romper el cerco. Después de una noche muy calurosa los cristianos se lanzaron ladera abajo en busca de agua. Raimundo de Tiberiades logró atravesar las filas de Saladino, que tal vez se abrieran para facilitarle la huida, y el noble se alejó del lugar y no paró hasta Trípoli. Los templarios, la hueste de Reinaldo de Chatillon y las tropas del rey Guido quedaron encerrados en una trampa mortal. Los templarios, pese a su estado casi agónico, lanzaron varias cargas de caballería, pero todas fracasaron. Poco a poco el cerco se fue cerrando, hasta que se vio caer la tienda roja en la que el rey Guido tenía alzado su estandarte de mando. La batalla de los Cuernos de Hattin había terminado. De los doscientos cincuenta templarios que participaron en ella, murieron doscientos treinta; solo se salvaron el maestre Ridefort y unos veinte templarios. Saladino hizo traer a su presencia al maestre del Temple, a Reinaldo de Chatillon y al rey Guido. Con Reinaldo no hubo piedad; fue el propio Saladino quien lo degolló, su cabeza fue cortada y su cuerpo arrastrado. Al rey Guido y al maestre del Temple Gerardo de Ridefort se les perdonó la vida pero fueron llevados presos a Damasco. Los templarios que habían sobrevivido a la batalla fueron decapitados y sus cabezas colocadas en lo alto de picas.
En las semanas siguientes Saladino ocupó Acre, Nazaret, Nablús, Sidón, Beirut, Gaza y Ascalón entre otras. A Jerusalén le tocó en septiembre, capitulando el día 30 del mismo mes. Según el acuerdo de rendición, se perdonaría la vida de los pobladores, pero deberían pagar diez dinares cada hombre, cinco cada mujer y uno cada niño, y abandonar la ciudad. Los pactos se cumplieron escrupulosamente y hasta el patriarca pudo salir de Jerusalén con todos sus tesoros tras pagar sus correspondientes diez dinares. Los templarios abandonaron la ciudad dando escolta a una de las tres columnas en las que se dividieron los cristianos para la marcha.
Con la perdida de Jerusalén y de la mayoría de las ciudades de Palestina y Líbano, los templarios perdían buena parte de su razón de ser, y su papel en la Iglesia comenzó a ponerse en entredicho. Pero a finales de 1187, la llamada del papa para una nueva cruzada fue bien acogida en Europa. Unos meses más tarde la cristiandad se movilizó como nunca antes lo había hecho para la Tercera Cruzada. Felipe II de Francia, Ricardo I de Inglaterra y Federico I de Alemania, los tres soberanos más poderosos de Occidente, tomaron la cruz y decidieron ir en persona a la cruzada. Durante todo un año se realizaron los preparativos para llevar a cavo una empresa de semejante envergadura. El emperador de Alemania congregó a varias decenas de miles de hombres, con el propósito de trasladarse por vía terrestre atravesando Europa hasta Constantinopla, para desde allí, siguiendo la ruta de la Primera Cruzada, llegar hasta Jerusalén. Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León lo harán por mar, desde las costas del sur de Francia y desde Sicilia. La idea inicial era realizar un ataque combinado y planificado, pero no se decidió que hubiera un mando unificado. A comienzos de 1189 empezaron a llegar importantes contingentes de cruzados a las costas de Tierra Santa; eran las avanzadillas de la Tercera Cruzada, que se adelantaban a la llegada de los tres soberanos. Guido y el maestre Ridefort, ya liberados, lograron recuperar el mando del ejercito e intentaron la reconquista de Acre, pues su posesión era crucial para lanzar una contraofensiva contra Jerusalén. En agosto de 1189 un nutrido ejercito cristiano, en el que formaban los templarios, sitió Acre. Saladino envió tropas para rechazarlos, pero los cristianos resistieron. En septiembre apareció el propio sultán con más contingentes. El 4 de octubre se libró en las afueras de Acre una batalla entre ambos bandos; los cristianos no lograban rechazar a los musulmanes y estos no lograban desbaratar el cerco, por lo que, tras varias horas de lucha, el resultado de la pelea quedó en tablas. Gerardo de Ridefort, totalmente desquiciado y loco, se negó a abandonar el campo de batalla, la escena que presenciaron ambos bandos fue esperpéntica. Cansados de sus diatribas y bravatas, lo capturaron con facilidad. En esta segunda ocasión Saladino no se molestó lo más mínimo y ordenó la ejecución del maestre.
Federico I Barbarroja hizo votos solemnes, aparcó su enfrentamiento con el papa y en mayo de 1189 se puso en marcha hacia Oriente. El impetuoso emperador germánico obtuvo algunas victorias en Asia Menor y avanzó hacia Cilicia, cerca ya de las fronteras de Siria, pero un acontecimiento inesperado dio al traste con la cruzada de los alemanes. En el Selef, en un riachuelo de escaso caudal, el emperador se ahogó el 10 de julio de 1190; nadie vio lo que pudo suceder, porque se había separado de sus hombres para acercarse solo al río. El efecto de su muerte fue fulminante sobre los cruzados alemanes; unos regresaron a sus casas y otros continuaron de manera descoordinada hacia el sur para integrarse en el ejercito cruzado o buscar como mercenarios la fortuna que habían venido persiguiendo. Pese a semejante revés, Felipe II y Ricardo I decidieron seguir adelante. Participaron juntos en una ceremonia religiosa en Vézéla donde Bernardo de Claraval había llamado a la Segunda Cruzada, y partieron hacia Tierra Santa. Ricardo I se detuvo algún tiempo en Sicilia; allí pactó con los templarios para que éstos velaran por sus intereses. Ahí comenzó la relación amistosa entre el Temple y el rey de Inglaterra, que se mantendría hasta la muerte de Ricardo. Desde Sicilia el rey inglés llegó a Chipre. Sin apenas esfuerzo conquistó esta isla, pero la vendió enseguida a los templarios por cuarenta mil monedas de oro. El Temple podía haber hecho de esta isla el solar de un estado propio, como los hospitalarios en Rodas o en Malta más tarde, pero no supieron ni siquiera gobernar el territorio. Su orgullo, pese a lo que les había sucedido en los últimos años, seguía siendo enorme y su arrogancia les llevaba a tomar cuanto deseaban sin tener en cuenta a la población indígena, que no tardó apenas nada en enemistarse con sus nuevos señores hasta estallar una abierta rebelión. Acosados por los chipriotas, los caballeros que habían tomado posesión de la isla se refugiaron en un castillo bajo la dirección del hermano Bouchard, el jefe templario de Chipre. Agrupados en la fortaleza, realizaron una salida y perpetraron una gran matanza entre la población. La situación del Temple en Chipre era insostenible y la única solución era abandonar la isla. Por mediación de Ricardo, el Temple alcanzó un acuerdo económico con el rey Guido de Lusignan, que les compró Chipre. Los Lusignan gobernarían este reino durante los siguientes trescientos años.
Mientras Ricardo I y Felipe II viajaban a Tierra Santa, el Temple había perdido a su maestre y no se había reunido en Capitulo General para elegir a su sucesor. A comienzos de 1191, casi año y medio después de la muerte de Ridefort, seguían sin maestre. El provenzal Gilberto de Erail, que ya estuviera a punto de ser elegido, era el principal candidato, pero los caballeros decidieron optar por Robert de Sable, caballero de Maine, que fue recomendado por Ricardo Corazón de León, de quien era pariente lejano. Se alteraba así una tradición no escrita por la cual solía ser elegido como maestre un caballero que había pasado la mayor parte de su vida en la orden. La llegada a Tierra Santa de Ricardo I y Felipe II era inminente; eran pocos los que dudaban que Saladino no podía resistir a la fuerza combinada de estos dos soberanos, conocidos por los apelativos Corazón de León y de Augusto respectivamente. El maestre Sable ordenó a los templarios que redoblaran sus esfuerzos ante Acre; los dos reyes cristianos llegaron ante la ciudad, sitiada casi desde hacía dos años. La acumulación de tropas ante Acre fue tal que se rindió el 11 de julio. Ricardo eliminó a casi todos los musulmanes. El éxito pudo haber calmado los ánimos entre los cristianos, pero se despertaron demasiados celos entre los caudillos. Felipe de Francia, enfermo y sin ganas de seguir adelante, consideró que había cumplido sus votos de cruzado y a los pocos días de la conquista de Acre retiró sus tropas, las embarcó en el puerto de Tiro y regresó a Francia. Apenas había comenzado la cruzada y de los tres soberanos que la iniciaron uno había muerto, otro la había abandonado y el tercero dudaba entre marcharse o seguir adelante en solitario. No obstante, la euforia se extendió por el bando cristiano y algunos creyeron que la reconquista de Jerusalén estaba próxima. Pero, en contra de lo que se suponía, Ricardo no se dirigió a Jerusalén. Aliado con los templarios, con los que tenía una concordancia absoluta y con los que participaría en todas las batallas, avanzó por la costa en dirección sur, hacia Jaffa. El día 20, Ricardo cometió un acto deshonroso; en Ayyadiah asesinó indiscriminadamente a una multitud de cautivos musulmanes, muchos de ellos capturados en Acre, entre los que había mujeres y niños. Saladino se indignó y fue contra Ricardo. Se enfrentaron el 7 de septiembre en Arsuf; venció el rey de Inglaterra, que cabalgaba siempre al lado de sus aliados templarios. La ruta hacia Jerusalén parecía abierta, pero el invierno se echó encima con frío y lluvias torrenciales.
Por fin, pasado el invierno, Ricardo decidió arremeter contra Jerusalén. Las dos grandes fuerzas estaban muy parejas, pero Saladino estaba seguro de que Ricardo acabaría intentando ocupar la ciudad. Entre tanto, Ricardo logró convencer al rey Guido de Lusignan para que renunciara a la corona de Jerusalén y se convirtiera rey de Chipre al comprar la isla a los templarios; el nuevo monarca, Conrado de Montserrat fue asesinado, por un miembro de la secta de los Hashishim (asesinos), y la corona pasó entonces al noble Enrique de Champaña, sobrino de Ricardo, a quien casaron con la princesa Isabel, viuda de Conrado. Resuelto el problema de la sucesión de Chipre, el rey de Inglaterra avanzó hacia la Ciudad Santa, acampando a unos veinte kilómetros de allí. Jerusalén estaba al alcance de su mano, apenas a dos horas de marcha a caballo, pero Saladino cortó el acceso al agua y, ante la duda, Ricardo se retiró a la costa. Hubo varias escaramuzas durante todo el verano hasta que ambas partes comprendieron que la derrota del adversario iba a ser muy difícil, por lo que decidieron negociar. Saladino y Ricardo llegaron a un tratado de paz en Jaffa en septiembre de 1192, pactando una tregua de cinco años, de la que los templarios serian garantes por parte de los cristianos. De acuerdo con el tratado, Ricardo mantuvo el control de Jaffa, Acre y una franja de costa; pero la Ciudad Santa y los demás lugares permanecieron en manos de Saladino. Cuando Ricardo decidió regresar a Inglaterra, el maestre del Temple le proporcionó una escolta formada por cuatro caballeros de la orden y le entregó al rey inglés un hábito de caballero a modo de disfraz. Ricardo partió de Acre el 9 de noviembre, siendo su regreso muy accidentado; al pasar por Austria fue identificado, capturado y preso en un castillo durante casi dos años. Su madre la reina Leonor, tuvo que hacer un gran esfuerzo hasta que logró reunir el dinero suficiente para comprar su libertad. Corazón de León fue liberado en febrero de 1194. Tras la conquista de Acre y la venta de Chipre, los templarios ubicaron allí su sede principal, en un enorme edificio conocido como El Temple. Robert de Sable murió el 13 de enero de 1193, el mismo año que Saladino, y poco después, a comienzos de 1194, fue elegido al fin, Gilbert Hérail, el provenzal cuya candidatura había estado encima de la mesa del consejo desde hacía varios años. La Tercera Cruzada logró recuperar algunas plazas costeras, como Acre, pero fracasó en el gran objetivo que se había planeado en 1188; la conquista de Jerusalén. La muerte de Saladino vino a dar un respiro a los cristianos, sobre todo cuando su imperio se desmembró entre sus tres hijos, que gobernaron Alepo, Damasco y Egipto.
A finales del siglo XII el Temple parecía renacer de los tiempos oscuros en los que lo había sumido la vorágine de Gerardo de Ridefort, Gilbert Hérail era un hombre eficaz y cumplidor, fiel a la orden y a su regla, muy distinto del aventurero sin escrúpulos que había sido Ridefort. Era el maestre que en esos momentos necesitaban los templarios, un hombre serio y tranquilo capaz de transmitir sosiego a sus hermanos. El 8 de enero de 1198, tras varios papados de corta duración y un tanto provisionales, fue elegido papa Inocencio III, uno de los personajes más influyentes de la historia de la Iglesia. Una de sus primeras decisiones fue convocar a los reyes de Europa a la que sería la Cuarta Cruzada. Estaba dispuesto a gobernar la Iglesia con mano firme y en esa opción no quedaban al margen los templarios, a los que los papas, cosa que no habían hecho hasta 1196, comenzaron a amonestar. En 1199 publicó la bula Insolentía Templaiorum. La máxima autoridad de la Iglesia y el único hombre que estaba por encima del maestre, criticaba con cierta dureza algunas actitudes que hasta entonces habían mantenido los templarios y les pedía que, siguiendo el mandato evangélico, actuaran con mayor humildad. Inocencio III pretendía que la nueva cruzada tuviera éxito mediante la armonía entre todos los cristianos; sus intenciones eran buenas, pero el resultado de la Cuarta Cruzada fue un auténtico fracaso para la cristiandad. Con la cristiandad en crisis, ningún caudillo tenía plena autoridad moral para ponerse al frente de la cruzada. Los que acudieron a la llamada de Inocencio III, un papa tremendamente ambicioso, se fueron reuniendo en las afueras de Venecia en las ultimas semanas de la primavera de 1202. Sin un objetivo claro y sin un líder fuerte, los cruzados embarcaron rumbo a Oriente. Los templarios esperaban con impaciencia la Cuarta Cruzada. Pero en 1203 una catástrofe natural provocó un cambio sustancial. Tierra Santa fue sacudida por una serie encadenada de terremotos, de mayor magnitud que los acontecidos en 1154 y sobre todo en 1170, que dejó en muy mal estado todas las fortalezas. El Temple, que había ido reuniendo fondos para contribuir a la Cuarta Cruzada, tuvo que dedicarlos a reconstruir sus castillos, pieza fundamental en su estrategia de defensa y absolutamente imprescindibles para garantizar la seguridad del territorio cristiano.
Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, era uno de los puntos donde solían recalar miles de peregrinos camino de Tierra Santa. Era el cruce de todas las rutas, donde se unían el este y el oeste, el norte y el sur. Sus habitantes habían hecho frente con éxito a todas las amenazas, pero no podían imaginar lo que se les venia encima. Los cruzados fueron llegando a Constantinopla en las primeras semanas de verano de 1203, donde una crisis política había provocado la huida, con un buen tesoro en las manos, del emperador Alejo III. El 6 de abril de 1204, se lanzaron sobre las murallas, apenas custodiadas por unos cuantos mercenarios ante la ausencia de autoridad que se vivía en la ciudad. El asalto duró apenas seis días, y el dux de Venecia, que había encabezado la cruzada, y los nobles que mandaban los variopintos contingentes tomaron una decisión que resultaría traumática. Emitieron una orden por la cual durante tres días los cruzados podrían tomar cuanto quieran de la ciudad. El resultado fue uno de los mayores saqueos de la historia de la Humanidad. Iglesias, palacios, conventos, casas particulares, tiendas, almacenes, todo fue arrasado y robado; piezas de arte extraordinarias fueron destruidas. Al saqueo siguió una matanza indiscriminada y violaciones generalizadas. Las iglesias fueron convertidas en tabernas y los monasterios en prostíbulos. Cuando al fin se pudo restablecer un poco de calma, los venecianos cobraron lo que los cruzados les debía por el transporte y los víveres suministrados para el viaje y el resto fue repartido al cincuenta por ciento entre Venecia y los saqueadores.
Mientras tanto, los templarios habían elegido a su decimotercer maestre a comienzos de 1201; se trataba de Phillipe de Plaissis, caballero del condado de Anjou, que tenía difícil igualar la obra de reconstrucción que había dejado Gilbert Hérail. Pero aun faltaba la hecatombe. El 10 de marzo de 1208, el papa Inocencio III, ávido de poder, predicó una nueva cruzada, pero en esta ocasión no iba a ir dirigida contra los musulmanes, sino contra los cátaros del sur de Francia, a quienes la Iglesia condenó por herejes. Entre 1204 y 1244 miles de cátaros o albigenses fueron perseguidos y condenados a la hoguera en una vorágine de muerte y sangre. Inocencio III estaba dispuesto de ser el gran hacedor de la política europea, además del sumo pontífice de la Iglesia. Para ello actuó como un verdadero señor temporal, participando activamente en cuantas ocasiones se le presentaban para influir en los reinos cristianos. En 1213 dispuso, con el beneplácito de los nobles de la curia real de Aragón, que el joven Jaime I, rey de Aragón a la muerte de su padre Pedro II (batalla de Muret), fuera educado por los templarios en el castillo aragonés de Monzón. El más longevo de los reyes aragoneses se educó durante tres años bajo la disciplina del Temple; por lo que en algunas ocasiones ha sido llamado precisamente el rey templario. El prestigio del Temple y su influencia se habían recuperado gracias al buen hacer de los maestre Gilbert Hérail y Phillipe de Plaissis, que habían actuado con prudencia y evitando caer en los tremendos errores de Gerardo de Ridefort. La alta nobleza y los grandes señores volvieron a ver a los templarios como a los grandes caballeros de la cristiandad. A ello contribuyó el decimocuarto maestre, Guillaume de Chartres, quien pugnó por recuperar el prestigio perdido, así como el hecho de que las encomiendas templarías estaban más florecientes que nunca y producían unas rentas muy cuantiosas. el dinero fluía de manera copiosa y, ante la abundancia de capital, se convirtieron en prestamistas de nobles y reyes, creando una red financiera que los convirtió en los grandes banqueros de Europa en el siglo XIII.

El principio del fin de los templarios

Hacia 1220, en el momento más esplendoroso del Medievo en Occidente, algunas voces empezaron a criticar la situación. El fracaso de la Cuarta Cruzada y el saqueo de Constantinopla, la persecución sangrienta contra los cátaros eran los principales problemas de la cristiandad, que parecía haberse olvidado de Tierra Santa. Las diferencias existentes entre templarios y hospitalarios se convirtió con el tiempo en un odio extremo, estallado de forma violenta en 1217, produciéndose entre ambas órdenes enfrentamiento armados en las calles de algunas ciudades de Palestina, con muertos por ambas partes; la animadversión recíproca ya no desaparecería nunca. Inocencio III, tal vez a petición de los templarios, en el IV Concilio de Letrán (1215), decidió predicar una nueva cruzada, ahora si contra el islam, pero mientras la estaba preparando murió en 1216 sin haber llegado a convocarla. Lo hizo su sucesor, Honorio III. Los templarios fueron informados de inmediato y pusieron en marcha una campaña en busca de fondos para financiarla. En apenas un año lograron recaudar la fabulosa cifra de un millón de besantes, la moneda de oro bizantina, con los cuales iniciaron la construcción del famoso castillo Peregrino, en la localidad de Athlit, muy cerca de Haifa. A la llamada del papa respondieron franceses, alemanes, austriacos y húngaros, con su rey Andrés II a la cabeza. El volumen de tropas era considerable, pero la lógica fue un desastre. Nadie había previsto la manera en que tantos soldados iban a desplazarse al otro lado del Mediterráneo, de manera que cada cual hizo el viaje como pudo. Las tropas que lograron llegar se concentraron en Acre, donde templarios y hospitalarios aguardaban para unirse a ella; cada grupo obedecía solo a su señor, con lo que no hubo manera de organizar una fuerza homogénea. Además, el rey de Hungría regresó enseguida; apenas tocó Tierra Santa, se dedicó a comprar todo tipo de reliquias y declaró que había cumplido su voto de cruzado y regresó a su reino.
En las últimas semanas de 1217 siguieron llegando más y más cruzados hasta que su numero fue considerado suficiente para emprender la campaña militar. Con muchas reticencias por parte de los nobles llegados de Europa, al fin se decidió que el rey Juan de Jerusalén dirigiera el ejercito. La campaña militar de la Quinta Cruzada tenía como objetivo Egipto. El plan consistía en destruir las bases musulmanas e intentar llegar a El Cairo a través de la ciudad de Damieta. Los cruzados llegaron al delta en la primavera de 1218. Durante un año, en el que sufrieron todo tipo de penalidades, se mantuvieron firmes, hasta que el 21 de agosto de 1219 decidieron ocupar Damieta. Como solía ser habitual, templarios y hospitalarios fueron los primeros en lanzarse al asalto; el resultado fue cincuenta templarios y treinta hospitalarios muertos, y el ataque rechazado. Uno de los testigos más importantes que estuvieron en esta cruzada fue san Francisco de Asís, que viajó desde Italia con el convencimiento que mediante la palabra y la buena voluntad se podía poner fin a tantas muertes y tantas guerras, cosa que no consiguió. El asedio a Damieta acabó de manera inesperada. Los defensores musulmanes fueron muriendo de hambre y enfermedades; allí falleció víctima de la fiebre el maestre Guillaume de Chartres el 26 de agosto de 1218. Cuando los cruzados se dieron cuenta de lo que estaba pasando, se acercaron con cautela a la ciudad y la tomaron si apenas lucha; ya no quedaban hombres vivos o sanos. El sultán de Egipto ofreció un pacto: entregarles Palestina a cambio de la paz y de la devolución de Damieta. No se llegó a un acuerdo y se reanudaron las hostilidades. Los cruzados dominaban parte del delta del Nilo, pero estaban atrapados en un terreno pantanoso y que además se inundaba cada año con las crecidas del río. En el verano de 1220 los musulmanes abrieron los canales aguas arriba y toda la zona se inundó, causando un enorme desconcierto en los cruzados, que iniciaron una desordenada retirada. Miles de musulmanes cayeron sobre ellos provocando una matanza. Los cruzados capitularon y abandonaron Egipto. En 1219 los templarios eligieron maestre a Pedro de Montaigú que tenía experiencia como administrador y además era considerado un hombre valeroso y diestro en el combate.
En 1227 el nuevo papa, Gregorio IX, hizo otro llamamiento a la cristiandad. La Sexta Cruzada se puso en marcha y a su frente iba a colocarse por primera vez un jefe indiscutible, Federico II, emperador de Alemania, que se puso en marcha en septiembre de 1227. Pese de haber sido excomulgado por el papa, Federico II desembarco en Acre y fue recibido como un verdadero libertador. Se casó con la hija de Juan de Brienne, Yolanda de Jerusalén (llamada también Isabela). El objetivo de Federico era solo Jerusalén. Con apenas diez hombres, se puso en marcha desde Acre hacia la Ciudad Santa en la segunda mitad de 1228. A los templarios se les planteó un grave conflicto. No podían ir a la par que Federico II, pues su plan estaba condenado por el papa, pero no podían faltar a sus votos de acudir en defensa de los cristianos en Tierra Santa. El maestre Pedro de Montaigú decidió seguir a Federico, pero a una cierta distancia. Los templarios no irían a Jerusalén al lado del emperador, pues estaba excomulgado, pero se mantendrían al alcance de la retaguardia por si los cristianos eran atacados para poder intervenir en su defensa. Federico negoció con el sultán de Egipto al-Kamil un acuerdo de paz. Ambos soberanos llegaron a un acuerdo por el cual Federico recibiría Jerusalén, Nazaret y Belén, pero los musulmanes conservarían Hebrón. Los Santos Lugares de todas las religiones serían respetados y los musulmanes mantendrían bajo su control la explanada del Templo de Salomón y sus dos mezquitas, la de la Roca y la de al-Aqsa, ambas abiertas al culto islamico. En cuanto se enteraron de las cláusulas del tratado, los templarios se enfurecieron, como también los hospitalarios, por lo que el día de su auto-coronación que se produjo el 17 de marzo de 1229 no asistieron a la ceremonia ni los maestres del Temple ni del Hospital. Federico II abandonó Tierra Santa el 1 de mayo de 1229 embarcando en el puerto de Acre. A la muerte de Montaigú fue nombrado nuevo maestre Armand de Périgord, quien en los primeros años de su mandato realizó acciones alocadas, como el ataque suicida a la fortaleza musulmana de Darbsaq, donde murieron varios caballeros y otros muchos fueron apresados. Las hostilidades entre templarios y hospitalarios volvieron a comenzar. En su desesperación y soledad, los templarios llevaron a cabo acciones impropias de su condición de caballeros; en octubre de 1241 atacaron la ciudad de Nablús, mataron a todos sus habitantes y quemaron la gran mezquita.
Mientras tanto habían hecho su aparición los mongoles, liderados por Temujín (más conocido por Gengis Kan) que en poco tiempo conquistaron China, Asia Central y parte de Europa. A mediados del siglo XIII viajaron hasta la corte del gran kan varios embajadores cristianos, que a su regreso describieron como era este pueblo y cuales eran sus costumbres, pero para entonces Gengis ya había muerto. El Islam, atrapado en 1247 entre cristianos y mongoles, parecía abocado a su destrucción. Consciente de ello, Luis IX, rey de Francia, se embarcó en una nueva cruzada, la séptima. Hombre devoto y piadoso, estaba obsesionado con las reliquias y con dar a la cristiandad el triunfo que necesitaba sobre el islam. En 1248 se había terminado en París uno de los edificios más asombrosos de la arquitectura europea, la Santa Capilla, un prodigio del arte gótico en el que los muros de piedra habían sido completamente sustituidos por vidrieras multicolores a través de las cuales el interior del edificio quedaba iluminado de una manera mágica. La construcción de la Santa Capilla había sido ordenada por Luis IX para guardar en ella varias reliquias que había comprado al emperador de Constantinopla, entre ellas la Vera Cruz y la Corona de Espinas; era por tanto un enorme y precioso relicario que el rey de Francia ofrecía a Cristo para guardar los emblemas de su sacrificio. Con la Santa Capilla terminada, Luis IX juró sus votos de cruzado, concentró a su ejercito y se hizo a la mar. En su ejercito formaba una compañía de templarios al mando de Renaud de Vichiers, preceptor del Temple en Francia. En la primavera de 1249, desembarcó en el delta del Nilo. Durante varios meses, y como ocurriera en 1219 en la Quinta Cruzada, los cristianos se mantuvieron en las zonas pantanosas del delta, intentando consolidar sus posiciones y preparando un ataque Nilo arriba hacia El Cairo.
Los templarios acudieron prestos a la llamada del rey de Francia y se presentaron en el delta, con su maestre al frente de al menos trescientos caballeros. El maestre del Temple era el francés Guillaume de Sonnac, un guerrero elegido en 1247. La silla del maestre había estado vacante dos años, y Sonnac quería recuperar, cuanto antes, el tiempo perdido. A finales de 1249 Luis IX decidió avanzar río arriba hacia la ciudad de Mansura; cuando llegaron ante ella, Ruknuddín Baibars, el general del ejercito egipcio, les tendió una trampa. Dejó abiertas las puertas y los cruzados, con trescientos templarios en vanguardia, entraron en la ciudad sin tomar precauciones. Cuando una buena parte de ellos estaba dentro, empezaron a dispararles desde la azotea, causando una gran matanza en los cristianos, que apenas podían maniobrar en las estrechas callejuelas, convertidas en verdaderas ratonera. Doscientos ochenta y cinco templarios murieron allí, y solo escaparon cinco, entre ellos el maestre Sonnac, que resulto malherido y murió al poco tiempo el 8 de febrero de 1250. Baibars contraatacó desde Mansura tres días después y se estableció una batalla el 11 de febrero. Hubo miles de muertos, rindiéndose el ejercito cristiano días después al ser capturado el rey Luis. Pudo ser liberado posteriormente gracias al pago de doscientas mil libras; en el acuerdo estaba contemplada la devolución de Damieta a los musulmanes, que se hizo efectiva el 6 de mayo de 1250.
Luis IX no podía regresar así a Francia, de modo que decidió quedarse en Acre para intentar ganar tiempo y mitigar en lo que fuera posible el desastre de Mansura. La mayoría de los nobles que habían acudido a la llamada del rey regresó a Francia; con Luis IX se quedaron tan sólo unos mil quinientos hombres. El Temple había perdido a su maestre, y era necesario elegir a su sustituto. Luis IX influyó cuanto pudo para que el cargo recayera en la persona de Rinaud de Vichiers, que había sido comendador de Acre y después preceptor de la orden en Francia, y por tanto el encargado de recaudar el dinero para la Séptima Cruzada y de organizar la intendencia y el viaje. El Capitulo General del Temple, pese a la incompetencia demostrada por el rey de Francia, aceptó su propuesta y Renaud de Vichiers, que había ocupado el cargo de mariscal, fue elegido nuevo maestre. Los templarios seguían negociando, como de costumbre, por su cuenta. El maestre Vichiers había cerrado un acuerdo secreto con el emir An-Nasir Yusuf, señor de Alepo, quien, enemistado con los mamelucos de Egipto, había ocupado Damasco. Cuando Luis IX supo de la existencia de este tratado, ordenó al maestre que lo rompiera, el cual al final accedió. El rey, fracasado su intento de recuperar Jerusalén, poco más tenía que hacer en Tierra Santa, y en 1254, tras seis años de cruzada, decidió que era hora de regresar a Francia.
El capítulo del Temple eligió en 1256 como maestre a Thomas Bérard, a quien creyeron con carácter suficiente como para no dejarse influir por ningún soberano. La orden quería recuperar la autonomía perdida, pero a partir de 1254 las ordenes militares se quedaron solas. La retirada de Luis IX constituyó el principio del largo final de la presencia cristiana en Tierra Santa.
A la llamada para organizar la que sería la Octava Cruzada que proclamó Urbano IV en 1263 no respondió nadie. Por entonces aparecieron los primeros síntomas de la larga crisis que afectó durante toda la Baja Edad Media a Europa. Por ello, el Temple se vio obligado a pactar con sus seculares enemigos. En 1266 el maestre Bérard mantuvo correspondencia secreta con Qala´un, el emir del sultán Baibars. Su situación empezó a deteriorarse, ya no consistía en proteger a los peregrinos, que cada vez llegaban en menor numero a Tierra Santa, sino defenderse a si mismos. Sus bajas en las cruzadas habían sido enormes y cada vez llegaban menos caballeros de refresco y menos rentas de sus encomiendas en Europa. Los mamelucos atacaron el castillo de Safed en junio de 1266 muriendo sus seiscientos defensores por no rendirse; los templarios que lo custodiaban fueron decapitados. Baibars entendió que había llegado el momento de acabar con la presencia cristiana en tierras del islam. De ahí que, pese a las conversaciones secretas con los templarios, su decisión fuese firme. En 1268 Baibars conquistó Antioquía, que durante casi dos siglos había sido un verdadero símbolo del triunfo cristiano en Tierra Santa. En 1268 Baibars atacó Jaffa; el comandante templario se rindió. Antioquía fue destruida y la que había sido una de las mayores ciudades de Siria quedó convertida en un poblacho. Los templarios iniciaron el repliegue y abandonaron sus castillos de Baghras y la Roca de Russole.
En 1269 uno de los reyes más prestigiosos de la cristiandad, Jaime I de Aragón, conquistador de los reinos musulmanes de Mallorca y Valencia, decidió por su cuenta organizar una cruzada. Sus embajadores habían estado negociando con los tártaros, sin llegar a ningún acuerdo, pero de esas conversaciones surgió la idea de acudir a Tierra Santa. Tenía sesenta años cuando la armada del rey de Aragón, compuesta por más de treinta navíos, partió hacia los Santos Lugares el 4 de septiembre del puerto de Barcelona. Una tormenta desbarató la armada; la galera del rey recaló en el sur de Francia y decidió regresar a Barcelona. Algunas naves prosiguieron su ruta y llegaron hasta las costas de Palestina, desembarcando en Acre. Luis IX de Francia siguió el ejemplo de Jaime I de Aragón. El soberano francés, zarpó de sus bases portuarias en la Provenza el 1 de julio de 1270 y en pocos días alcanzó las costas de Túnez. Apenas tuvo tiempo para organizar la cruzada, porque falleció, a consecuencia de una peste, el 25 de agosto. La efímera Octava Cruzada acabó de manera tan fulminante como había comenzado, pero Luis IX alcanzó tras su muerte una recompensa que había buscado en vida: fue proclamado santo, el único monarca elevado a los altares de cuentos reinaron en Francia.
La muerte de Baibars, envenenado en 1277, concedió una tregua a los cristianos, que seguían enfrentados entre ellos. Entre 1283 y 1289 se acordó la tregua que convenía a todas las partes; los mamelucos tenían que solventar la sucesión de Baibars y los cristianos intentar resolver sus enconadas disputas. Mientras tanto, el nuevo maestre del Temple, Guillaume de Beaujeu, carente de hombres y recursos, ordenó a sus caballeros que se replegaran a las fortalezas que aun conservaban en el litoral. Qala´un, sultán de Egipto desde 1279, juró que arrojaría a los cruzados al mar, retomó la ofensiva paralizada tras la muerte de Baibars por la tregua y el 27 de abril de 1290 conquistó Tripoli. El rey Enrique II, que en 1285 había heredado las coronas de Chipre y Jerusalén, pidió desesperadamente ayuda al papa. La alarma fue transmitida a toda la cristiandad, pero solo respondió el rey de Aragón, que envió a Acre cinco galeras. También llegó a Acre una flota en la que viajaban centenares de fanáticos y aventureros dispuestos a apoderarse de cualquier botín que cayera en sus manos. En cuanto llegaron a Acre en 1290, se desplegaron por sus calles, y se dedicaron a asaltar a los mercaderes musulmanes, que procedentes sobre todo de Damasco, hacían negocio aprovisionando de mercancías a la ciudad. Los templarios tuvieron que actuar como una especie de policía urbana y las autoridades cristianas apenas lograron restablecer la calma. Los que consiguieron huir denunciaron ante el sultán Qala´un lo que estaba sucediendo en Acre y este decidió acabar con tal situación. Qula´un no pudo cumplir su objetivo ya que en noviembre de 1290 moría. Le sucedió su hijo Jalil, quien continuó el plan trazado por su padre. Primero cayó Jerusalén y posteriormente el 5 de abril de 1291 se iniciaba el asedio de la ciudad de Acre. Comenzaba así el último gran episodio de los cruzados en Tierra Santa.
El ejercito egipcio era uno de los más imponentes jamás reclutado por los mamelucos; estaba integrado por la formidable cifra de doscientos mil soldados, muchos de ellos veteranos de las campañas realizadas por los sultanes Baibars y Qala´un. Además de semejante numero de combatientes, el sultán disponía de una importante tormentaria, de la que se pueden destacar dos impresionantes catapultas llamadas Victoriosa y Furiosa. Frente a semejante poderío, los defensores eran unos pocos de miles de cristianos divididos entre caballeros templarios, hospitalarios, caballeros de la orden teutónica, franceses, ingleses y caballeros del rey de Chipre. Nada más iniciarse el asedio, las catapultas comenzaron a lanzar proyectiles sobre la ciudad con el fin de minar la resistencia de los defensores, que ante la imposibilidad de recibir ayuda, sólo podían esperar el asalto final o huir en los barcos al abrigo del puerto. Los templarios no estaban dispuestos a mantenerse pacientes soportando los disparos de las catapultas, así es que planearon una salida nocturna para el día 15 de abril. El maestre del Temple junto con trescientos caballeros, se lanzaron contra el campamento musulmán conducido por el joven hijo del sultán Abu-l-Fida. Lo que en principio iba a ser un golpe de mano con la intención de acabar con la Victoriosa, acabó siendo un verdadero fiasco. En medio de la oscuridad de la noche, las patas de los caballos de los templarios y de los ingleses se trabaron entre la gran cantidad de cuerdas que sujetaban las tiendas del campamento de los musulmanes y no pudieron maniobrar. Murieron dieciocho templarios cuyas cabezas fueron enviadas a la mañana siguiente a la tienda del sultán Jalil como trofeo de guerra. La moral de los defensores comenzaba a derrumbarse a la vez que sus murallas, golpeadas una y otra vez por los centenares de catapultas que arrojaban sin cesar miles y miles de proyectiles sobre ellas y sobre la ciudad.
Un rayo de esperanza llegó el 4 de mayo; el rey de Chipre arribó al puerto con víveres y dos mil soldados de refuerzo. Asumió el mando que hasta entonces nadie ejercía de manera unificada, y envió una embajada ante el sultán con el propósito de conseguir algún acuerdo. El encargado de parlamentar con el sultán fue el caballero templario Guillermo de Canfranc, que hablaba bien el idioma árabe. En plena conversación con Jalil, una piedra lanzada por una catapulta desde los muros de Acre cayó al lado de donde se estaban entrevistando. El sultán se enfureció y las negociaciones quedaron rotas de inmediato. Después de un mes de intensos combates, los minadores habían cavado túneles debajo de las torres para introducir en ellos leña y prenderle fuego. Varias torres comenzaron a caer; el 8 de mayo se vino abajo la torre Maldita y el 15, la llamada torre de Enrique II. El 18 de mayo, templarios y hospitalarios lanzaron una contraofensiva para recuperar la torre Maldita. En el combate cayó gravemente herido el maestre del Temple Guillaume de Beaujeu, alcanzado en la axila derecha por una flecha él cual murió a las pocas horas. La desbandada fue total y los que pudieron se dirigieron a los muelles del puerto en busca de un barco en el que poder huir. El rey Enrique II de Chipre embarcó junto a sus caballeros rumbo a su isla. El patriarca de Jerusalén se hundió con su galera porque cargó más peso de lo que podía soportar. La lucha continuó unos días más, pero ya el 28 de mayo de 1291, no quedaba un solo cristiano vivo en Acre.
En el verano de 1291 fueron cayendo una a una las pocas ciudades y fortalezas que mantenías los cruzados: Haifa, Tortosa, Tiro, Beirut y Sidón. Los templarios evacuaron el castillo Peregrino, la gran fortaleza nunca conquistada, el 14 de agosto, y marcharon a Chipre. La época de las cruzadas, la presencia de los templarios en Tierra Santa y su razón de ser habían terminado.

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