Introducción

El códice es un manuscrito (manus scriptum) referido a los libros anteriores a la invención y propagación de la imprenta (1455). Se llamaban librarii a los esclavos que los escribían, y rubricatores a los que trazaban iniciales, primeras lineas y titulares de capítulos, que ordinariamente se escribían con tinta roja, rubrica. La palabra códice viene de la voz latina, caudex, que significa tronco de árbol, se forma por síncopa el codex, porque los antiguos escribían sus leyes en tablas de madera, de donde provienen las voces código (compilación legal), códice (manuscrito antiguo), y codicilo (apéndice del códice. La denominación tomo (del griego temno y étomon), proviene del acto de recortar las hojas o diplomas antiguos para, una vez igualados, proceder a su encuadernación.

El códice y sus caracteres generales

La primera forma de libro o colección de hojas escritas es el volumen (de volvo, volver, doblar, enrollar: de donde se origina el primitivo volugmen, después volumen), porque el papiro, palimpsesto, charta pergamena, o la materia que contenía el escrito, se enrollaba y, formando una o varias series, era así depositadas en las bibliotecas. El códice propiamente dicho, lo formaban varias hojas de forma cuadrada o rectangular, y se usó primero para los libros de contabilidad o administración (opus recensionis, opus repetumdarum, opus promerendae rei), según dicen los historiadores latinos de los siglos I y II a.C. El códice empieza a vulgarizarse desde últimos del siglo I d.C.; los materiales que lo forman suelen ser el papiro y el pergamino, usándose con frecuencia este último, por prestarse mejor a ser doblado en la forma que exigía la unión del dorso de las hojas, ya que el papiro, por contener unas fibras menos capaces de flexibilidad, se rompía frecuentemente en toda la dimensión de aquellos. Esto explica la escasez de códices papiráceos ya desde la primera época de la aparición de los mismos. Solían escribirse antes de encuadernarse, marcando unos márgenes con minio o plomo (stylo lapideo, stylo plumbeo), y dejando para la conclusión de la obra la ejecución de las viñetas, iniciales, títulos, iluminaciones, etc. Una vez escrito el libro, se cosían los cuadernos formando un solo cuerpo, uniéndolo con una tira de cuero al lomo y forrándolo, con unas tapas (alae), ya de madera, ya de este mismo material, con cubiertas de piel. Las hojas de los libros así escritas se llamaban opistógrafas (o sea escritas por ambas caras); cada cara contenía una, dos y hasta tres y cuatro columnas, según la época y la índole de la obra, pero siempre se solían dejar cuatro márgenes en las páginas respectivas. Los elaboradores materiales de las obras, en la época romana antigua y en los primeros siglos del cristianismo, solían ser esclavos, llamándose indistintamente servi litterati y servi ad manum, de donde provino el nombre posterior de amanuense.
En muchos monasterios hubo desde los albores de la Edad Media un local destinado exprofeso a la escritura de códices (scriptorium), en donde, sentados en bancos y tarimas, se situaban los copistas, mientras que en un estrado se sentaba el que dictaba la obra, multiplicándose así las copias realizadas a la vez. Estas eran después confrontadas oportunamente, haciéndose las correcciones y enmiendas, que aun hoy se pueden ver en diversos códices. Hay que reconocer que por este medio se salvaron la mayor parte de las joyas literarias de la antigüedad clásica y que a los monasterios benedictinos de Subiaco, Monte Casino, Saint Gall, Saint-Remy, etc, se debe que las obras de Homero, Virgilio, Horacio y hasta Cicerón, hayan llegado hasta nosotros. Desde el siglo III, vemos que el arte u oficio de transcribir códices se extiende a todas las clase sociales sin excepción, hasta que un siglo más tarde empezaron a establecerse las corporaciones y gremios de libreros, grabadores imaginarios, iluminadores, etc, que tanta importancia adquirieron en Europa hasta finales del siglo XV, coincidiendo su decadencia con la aparición de la imprenta, que anuló en parte la importancia de los códices.
Los códices eran llamados duerniones, terniones, quaterniones o quinterniones, según se componían de dos, tres, cuatro o cinco hojas de pergamino dobladas por la mitad y cosidas y sujetas por la parte doblada. Pero, como lo que más abundaban, eran los compuestos de cuatro hojas, les vino de ahí la denominación general de quaternia (cuadernos) con que fueron también conocidos. Atendiendo a las materias de que trataban, los códices se dividían en varias clases, llamándose Biblias a los que contenían libros del Antiguo y Nuevo Testamento, o los comentarios de los mismos. Se llaman Liturgias los que contienen tratados de los ritos, ceremonias y rezos eclesiásticos. Se subdividen a la vez en Góticos, por los caracteres y época, y en Romanos por sus distintivos, de los tiempos de Alfonso XI de Castilla. Son conocidos con el nombre de Hagiógrafos, los que contienen las actas de los mártires y vida de los santos y que proporcionan materiales preciosos para la crítica histórica. Son llamados Códices de los Santos Padres, los que transmiten los tratados de dogma, moral o controversia, escritos por éstos; Códices Legales, los que comprenden compilaciones de leyes civiles o eclesiásticas y los trabajos adicionales, anteriores o posteriores, que los comentan. Códices Históricos son los llamados cronicones, necrologías, vida de personajes y todo lo relativo a la historia civil o eclesiástica, y por último, son llamados Códices de Gramática y Letras Humanas, los que tratan de estos ramos literarios y aún por extensión de otros científicos, filosóficos y de amena literatura.
Hay que hacer notar que hasta el siglo VI solía usarse en los códices la letra mayúscula; pero que desde el VII en adelante se hizo de uso corriente la cursiva, y también desde esta época la distancia entre renglón, que solía ser de media pulgada, vino a reducirse a tres lineas en todos los escritos, menos en los diplomas. Antes del siglo XII era también muy raro el uso del guión, pues cuando sobraban silabas de una palabra al final del renglón, se añadían encima, debajo o en el margen con letra más pequeña, marcándolas con una llave o abrazadera, o bien abreviandolas; y desde el siglo XII en adelante se adoptó el guión, oblicuo en los primeros tiempos y horizontal después. Por esta misma época se introdujo también el rayado de lápiz para marcar con igualdad la distancia de los renglones, para lo cual se había usado antes el punzón, siendo de notar que cuando este rayado pasa de las columnas a los renglones, revela gran antigüedad, siendo el códice anterior por lo menos al siglo VIII.
Los margenes de los códices eran grandes o regulares, según el mayor o menor lujo, empezando a ser más estrechos desde el siglo XII. En los códices anteriores al siglo IX, apenas se halla separación alguna en las palabras, pero después van apareciendo las separaciones más sensiblemente. La división de párrafos se redujo a una pulgada, que se dejaba en blanco, continuando después con la letra igual hasta el siglo VIII y, desde entonces en adelante, se marcó la inicial mayúscula tomando el nombre de alineado, entrante o saliente, según su posición respecto a los renglones de las columnas. Cuando las iniciales de los párrafos o de los títulos no son mayores que las letras del texto, o son todas iniciales, no indica gran antigüedad. Cuando la letra del texto en minúscula y las iniciales de los párrafos son capitales, el códice es posterior al siglo VIII. Si la letra del texto es inicial indica menos antigüedad que cuando son solo de esta forma las iniciales; de todos modos, la mayor uniformidad en la letra caracteriza los códices más antiguos. La división en versículos de los Códices Bíblicos, se debe a san Jerónimo y no se encuentra en los códices anteriores a su tiempo.
Para que sirviesen como llamadas se introdujeron los reclamos que consisten en poner debajo de la última línea de la página la primera palabra de la siguiente; su uso empezó en el siglo XI, generalizándose en el siglo XIV, si bien en algunos códices de esta época no se encuentran por haber desaparecido al encuadernarlos. Las planas de los códices solían dividirse en dos columnas, aunque también los hay en que las líneas ocupan toda la plana. En los diplomas no se usaba esta división, si bien se encuentran algunos que la tienen vertical y horizontal, para no dañar el texto al doblarse.
Una vez generalizado el uso del pergamino, se procedió a encuadernar los códices en tablas duras, generalmente de nogal, que se cosían con nervios de buey introducidos en las tablas, forrando a éstas después con pieles muy fuertes, poniendo además, clavos de bronce para que no se rozase la piel. En el siglo XII se solía formar con estos clavos el escudo de armas de la familia a quien se destinaba el códice.
Las instituciones monacales, anhelosas de conservar los documentos de su pertenencia y con objeto de preservarlos de la acción atmosférica, de los incendios, saqueos y otros elementos de destrucción, los agruparon por series ordenadas, dando a los volúmenes de los códices distintos nombres, según las materias que trataban o contenían. Así en Galicia se llamaron Tumbos, porque los guardaban tumbados en los archivos y bibliotecas, Becerros en Castilla por la piel de que estaban forrados, y Cartularios en Aragón y Cataluña, porque contenían cartas. Tomaban otras veces el nombre del color de la badana o piel que lo cubría, y eran llamados Libro verde, encarnado, negro, etc.; tomando en ocasiones el nombre del color de la letra del epígrafe, como Libro rubio, Libro amarillo, etc. La letra de los Cartularios suele estar admirablemente trazada, siendo generalmente de carácter nominal o francés, muy parecido al que hoy llamamos gótico. Están escritos casi todos sobre pergamino y algunos con profusión de ornamentación policromada.
Los Registros eran índices o cuadernos donde se copiaban las escrituras fehacientes, después de haber dado a los otorgantes o interesados las respectivas copias autorizadas. Eran ya conocidos entre los romanos, y en ellos aparecían reunidas las actas públicas y municipales, ya íntegras, o ya conteniendo solamente la parte esencial del documento. En Castilla fue Alfonso el Sabio quien primero estableció la formación de Registros, por medio de una disposición de las Partidas, mandando que, como en Aragón, los custodiase el canciller del reino. Hay quien opina que los Registros reales se usaban ya en tiempos de Pedro II, que se generalizaron con Jaime I el Conquistador, y que se completaron desde la conquista de Valencia por él mismo en el año 1237.
En Aragón y Cataluña se llamaba Cabreo al libro que contenía extractadas las confesiones y demás litigios de propiedad, de derechos reales de una corporación o de los particulares; siendo, siempre que ofrezcan todos los requisitos antedichos, tan fehacientes como las mismas escrituras que sirvieran para redactarlos. Los Códices Musicales, atendiendo a la notación neumática, se dividen en blancos, tetragramados y pentagramados. Los primeros carecen de pauta, o tienen a lo más, una simple linea que pudo servir de guía al cantor; carece también de claves y pertenecen a la época desde los principios de la notación hasta el siglo XIII; en este siglo y en el anterior aparece a menudo otra linea auxiliar. Los tetragramados tienen pauta de cuatro lineas y traen, al principio de las melodías, las claves de do o de fa; abarcan desde el siglo XIII hasta principios del XV, los pentagramados difieren de los anteriores en la pauta, que es de cinco lineas.

Las miniaturas

La palabra miniatura se ha derivado del latín minium, minio, y se ha usado para designar las pinturas de los manuscritos antiguos y medievales, pues la sencilla decoración de los primeros códices era miniada o dibujada con bermellón. El tamaño reducido de las pinturas medievales ha originado la confusión seudoetimológica de la palabra, derivándola de minutum, cosas pequeña, menuda y aplicándola a las miniaturas «pinturas reducidas».
Aunque la práctica de ilustrar o iluminar los manuscritos se remonta a la época de los egipcios (siglo XV a.C.) con el texto ritual conocido como el Libro de los Muertos, en el que se ven numerosas escenas pintadas con brillantes colores ilustrando el texto, me voy a centrar, como es lógico, en la etapa que nos ocupa, esto es, durante el desarrollo de la arquitectura gótica.
En el siglo XIII es el periodo que justifica la seudoetimología de la palabra miniatura relacionándola con lo menudo (minitum). Los libros se redujeron del folio al octavo, multiplicándose las contracciones y abreviaturas con objeto de ganar espacio, y consecuentemente las miniaturas se sometieron a la regla general de la reducción. Las figuras se hicieron más pequeñas, pero con mayor delicadeza, con cuerpos y extremidades bien contorneados y dibujados. Los fondos esplenden con brillantes colores y bruñidos de oro. Frecuentemente los dibujos están recubiertos de una ligera capa de color. Los colores de las miniaturas inglesas de este periodo son más claros que los de las miniaturas de las demás escuelas. Hacia finales del siglo XIII empezaron a adquirir popularidad algunos libros profanos, y favoreciendo la iniciativa artística, acarreó un cambio de estilo, visible ya a principios del siglo XIV; las lineas son más delicadas, más onduladas y graciosas las figuras. En realidad, fue entonces cuando la miniatura comenzó a liberarse del papel secundario que había representado como miembro integrante de la iluminación de manuscritos, y empezó a depender de si misma, de su propio merito artístico respecto a su posición futura en el campo del arte. Al mismo tiempo que la miniatura se libera de las orlas y de las iniciales, enriquece su propia decoración; las figuras adquieren elasticidad, los dibujos y los fondos se perfeccionan. Los arabescos se complican y se hacen más brillantes, la belleza del oro bruñido se realza aun más por los modelos punteados que con frecuencia se labran sobre él; los doseles y demás rasgos arquitectónicos que figuran en las miniaturas están en consonancia con el desarrollo de la arquitectura de la época, el gótico.
Al matrimonio de Ricardo II de Inglaterra con Ana de Bohemia en 1382, siguió una especie de renacimiento en la miniatura inglesa debido a las influencias meridionales de la escuela de Praga. Este nuevo estilo se distingue por la riqueza de color, y por el esmero con que se hallan dibujados los rostros de las figuras; pero este renacimiento no fue duradero, y el arte nativo vino a extinguirse hacia mediados de la centuria, precisamente cuando las conquistas del humanismo y la apreciación lógica de la naturaleza echaron por tierra las representaciones convencionales del paisaje y fondos que envaraban el paso del arte europeo, transformando la miniatura en la pintura moderna. Desde entonces, todas las miniaturas que se hicieron en el siglo XV en Inglaterra, fueron obra de artistas extranjeros o que imitaban el estilo de otros países.
En el siglo XV las miniaturas de las escuelas francesa y flamenca presentan gran libertad de composición, con tendencias de lograr el efecto por medio del colorido antes que por la nitidez del dibujo. El campo de la miniatura se había extendido: biblias, evangelios y salterios no eran ya los únicos libros miniados; los profanos se habían dedicado también a tan bello arte y producían maravillas de color y dibujo. Sin embargo, el arte de miniaturistas religiosos y profanos tuvo un campo común de actividad donde rivalizar: los libros de horas; la decoración de estos volúmenes se aparta muchísimo de lo que su carácter devoto parecía demandar.
Durante los primeros años del siglo, el tratamiento del paisaje sigue siendo convencional, y los fondos dorados y arabescos no desaparecen por completo. Hacia 1435 parece fijarse decididamente el escenario natural, aunque con notables faltas de perspectiva, y solamente unos treinta años después existió una apreciación exacta del horizonte y de los efectos atmosféricos. Hasta mediados del siglo XV las miniaturas francesas y flamencas se desarrollaron paralelamente, pero desde 1451 las características nacionales se hicieron más marcadas y divergentes. La miniatura francesa comenzó a perder valor, aunque hubo algunos artistas que produjeron obras excepcionales. El dibujo de las figuras se hizo desmañado, y la pintura tendió a la dureza sin intensidad, la cual la producían los artistas recurriendo a los sombreados de oro, y esta decadencia de la miniatura francesa fue tal, que hacia finales de siglo había dejado de producir obras de valía, porque las producciones extravagantes del siglo XVI no pueden considerarse como de gran valor artístico. La miniatura flamenca llegó a su apogeo a finales del siglo XV, con suavidades extremas y tonalidades profundas, con esmero creciente en el tratamiento de los detalles, ropajes, plegados y rostros; por ejemplo, el rostro típico de la Virgen de la escuela flamenca, con su frente alta y espaciosa, es inconfundible.
La miniatura flamenca, que siguió produciendo obras notables hasta bien entrado el siglo XVI, tuvo un rival digno en la miniatura italiana, que habiendo sido inferior a la inglesa, flamenca y francesa, logró, bajo el influjo del Renacimiento, ocupar el primer puesto en esta rama del arte. El empleo de colores espesos facultó a los miniaturistas para obtener una superficie dura y pulimentada tan característica de sus obras, y para mantener la delicadeza de los rasgos sin perder nada de la intensidad y riqueza de color que los equipara a las mejores producciones de la escuela flamenca. Como éste, siguió la italiana ejecutando algunas obras aun en el siglo XVI, pero la rápida propagación de la imprenta puso termino a las obras de los miniaturistas como decoradores de manuscritos.

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